El hombre que contaba

September 2018 · 9 minute read

Uno…dos…tres…cuatro…cinco…El hombre contaba.
Seis…siete…ocho…nueve…diez…La primer decena, más cerca del final.
Los días pasaban…novecientos noventa y cuatro…novecientos noventa y cinco…novecientos noventa y seis…El hombre seguía contando, por ahora sólo contaba…novecientos noventa y siete…novecientos noventa y ocho…novecientos noventa y nueve…mil.
Se detuvo. Vaciló. Tomó aire.
Mil uno…Mil dos…Mil tres…El hombre seguía contando, pero ahora su mente volaba. Había aprendido a hacer con ella otra cosa mientras computaba. Regresaba en el tiempo mientras los días avanzaban. Avanzaba hacia el futuro y hacía planes sobre los números lejanos. La imaginación le había llegado en un gran momento y estaba haciendo uso de ella. Pero contaba, siempre seguía la cuenta.

Seis mil trescientos ochenta y nueve…El hombre experimentaba plenamente su niñez. Era un niño recluido, no poseía muchos amigos. Cualquiera diría que estaba muy ocupado en la cuenta pero no era así, ya la había internalizado y seguía en su camino sin gastar demasiadas energías en cada paso. Por ese entonces iba por el treinta mil quinientos cincuenta y dos. Su adolescencia pasó bastante rápido. Eso no me preocupaba, aún podía darle toda la vida de ventaja…Cincuenta y cuatro mil doscientos trece…justo en ese número conoció a alguien especial, lo recordaría por el resto de su vida. Su casamiento se celebró en una pequeña capilla alejada en las montañas, pocos estuvimos allí. Vivía con su mujer en una pequeña casa entre las sierras, a unos cuantos kilómetros del pueblo más cercano. Recorría en auto esa distancia para ir a trabajar mientras ella se ocupaba de la huerta. No tardaron en llegar los numerosos críos. Cada uno con un pan abajo del brazo. Ella también comenzó a ir al pueblo para llevarlos a la escuela y trabajar en el hospital. Aunque el trabajo en el pueblo y la crianza de la prole los agotaba, nunca descuidaron los cultivos. Disfrutaban cocinando con materia prima recién arrancada del árbol o con hojas frescas de su propia cosecha.

El hombre seguía firme en su rumbo, acercándose despiadadamente, desafiándome con tenacidad en lugar de imprudencia. Novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y ocho…novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve. Se detuvo. A la espera de otro paso, el mundo también se detuvo. Siempre me resulta interesante contemplar el poder que tienen los humanos sencillos en estos momentos tan particulares. Conmovido, continuó. Se enjugaba las lágrimas con una mano. Lloraba de felicidad. Hombres y sus sentimientos… ¡Qué patético!

Realmente caminaba a pasos firmes. Cuando los hijos crecieron cobró envión, mejor, más cerca de mí. Pasó así el segundo millón. Avanzaba con ansias, como si deseara encontrarme. Aún faltaba bastante tiempo pero no pude resistir la curiosidad. Me sentía humano, me daba asco pero sentía aquella inquietud inexplicable. Necesitaba saber.

– ¿Por qué lo haces, hombre? – pregunté. – Dos millones ciento cincuenta y tres mil dos cientos siete…

El hombre seguía contando, ni siquiera alzó la vista cuando le hablé. ¿Acaso me ignoraba? Quizás no fui claro con la pregunta. Esperé su respuesta pero no hubo. Varié la estrategia. Traté de ser amistoso

– ¿No estarás haciéndolo para marcar algún récord o sí? ¿Cuál es la meta?

Esperé, el hombre seguía y no dejaría de hacerlo. Esperé más. Dudé, sí, por primera vez dudé. Él, tan insignificante, me hizo dudar.

– ¿No vas a decirme por qué lo haces verdad? – inquirí en tono burlón.

El hombre me miró, pero seguía contando, de nada sirvió mi pregunta. En su mirada no encontré debilidad. Tenía que haber algo que pudiera hacer para volver frágil a ser. La gran mayoría coquetea conmigo sin que tenga que demostrar el mínimo interés. Nunca viene mal un poco de juego previo, ayuda a que el trabajo sea más entretenido. Otros me evitan a toda costa, tienen demasiado miedo. Pero tarde o temprano les toca, simplemente nos encontramos cuando dice el contrato. Generalmente esos son los primeros en resignarse. Otros osados suelen desafiarme y terminan retirándose del torneo antes de tiempo. Este hombre no podía ser tan distinto a los demás. Ser directo a veces no funciona, necesitaba otra estrategia:

– Dime hombre, ¿cómo te llamas?

El hombre me miró nuevamente, pero seguía contando, de nada había servido mi acercamiento y de ahora en más tendría que soportar su mirada. Tenía dos ojos grandes y carnosos. Los fijaba en mí con cierta intranquilidad, como si estuviera agazapado esperando para dar el zarpazo.

– Catorce millones ochocientos veinticinco mil trescientos veintiuno…

Comencé a odiarlo. El maldito no ignoraba mi presencia, sabía que yo estaba allí, en frente suyo y, a pesar de ello, se mostraba desagradecido de mi interés en él. Ese interés, que había nacido de un hecho insólito, ahora me dominaba y me acercaba a una criatura despreciable. Una idea me atrapó: si yo no me interesaba en él, si lo dejaba contando solo, tal vez él cambiaría de parecer. Tal vez me buscaría como todos los demás. No le hablé, simplemente lo mire por última vez y me perdí entre las sombras. Pero lo observé de lejos. Si, no pude contenerme.

El hombre seguía contando, las hojas caían, las flores nacían y el ciclo se repetía una y otra vez, como lo ha hecho desde que el Tiempo es Tiempo. Sus hijos venían regularmente a visitarlo, ahora cada uno con sus propios críos. A veces él los iba a visitar a ellos, principalmente cuando necesitaban ayuda. Todavía tenía fuerzas para levantar un niño por brazo. Su esposa llevaba pastel o galletas de masa crocante. Los nietos también crecieron y empezaron a encontrar su rumbo en la vida. Yo tenía pleno conocimiento de cuándo vería a cada uno de ellos pero mi interés principal continuaba fijo.

Y el hombre seguía allí, seguía contando. Su barba se llenó de tintes grisáceos, luego se emblanqueció. Seguía sembrando la huerta en cada estación y recogiendo con sus propias manos la cosecha. Sus movimientos se hacían cada vez más dificultosos pero no le impedían realizar sus tareas exitosamente. El hombre me demostró su firmeza, me enseñó lo difícil que es para los humanos la perseverancia y con cada número alzaba su voz en contra mía. Con tiempo infinito, es sencillo disponer de un rato para hacer lo que sea. Pero sus vidas son un suspiro del Cosmos, ¿por qué se preocuparían por perseverar y construir? No…sigan rindiéndose, tentándose y vengan conmigo, tengo propuestas para ofrecerles.

El hombre parecía cansado pero en su mirada un fuego vivaz se encendía en cada sílaba pronunciada, en cada movimiento de su delicada lengua. Ese fuego me consumía, ansiaba apagarlo para poder respirar. Él apretaba su puño y reafirmaba el vigor que lo mantenía en el sendero con vida. Ese individuo me relegaba al mundo mortal, donde la mundicia y la escoria se revuelcan entre sí, festejando la ineptitud de la raza. Me obligaba a permanecer allí observando todo lo que fuera posible. Éste era un caso nuevo, debía comprenderlo.

Las comisuras de su boca estaban ampolladas y las arrugas de su cara formaran surcos profundos. Su vejez sólo le dejó energía para la cuenta. Y el hombre contaba. Siento profundo asco por el deterioro de sus cuerpos pero debo admitirlo, me da más poder. Nunca deseo que sufran, eso viene con su diseño imperfecto. Si fuera por mí, los llevaría a todos el día en que nacen, pero un contrato es un contrato. No soy hombre, por eso cumplo con mi deber en el momento en que corresponde. Ahora sentía que, en cada pausa, su mirada me buscaba en las sombras. Pero no era un ruego, seguía siendo un desafío. Me buscaba porque sabía que lo estaba observando. Movía sus labios llamándome, aunque yo sólo escuchara salir de ellos la interminable enumeración. Aún desafiante, llegó a desearme más que a otra cosa.

Pero el hombre seguía contando. ¿Contaba porque sabía que todavía no era tiempo de volver a vernos? No, eso únicamente yo lo sabía. Él sólo contaba pausadamente, contaba sólo, sin amigos ni familia, sin nadie alrededor, excepto yo. Así es que esperó. Sí, esta vez él esperó. Esperó mi llegada con aquel fuego vivaz en la mirada brillando. Y yo acudí a ese llamado, sabía que no faltaban muchas decenas.

– Muy bien hombre…Has demostrado tu persistencia, pero ya es hora, ya debes detenerte. – Esas fueron mis primeras palabras después de tantos años de silencio.

Él seguía contando, pausadamente pronunciaba cada número pero no se detenía a contestarme. Intenté asustarlo:

– No esperaba menos de ti, orgullosa criatura. Pero ya debes dejar de fingir. No eres tan fuerte como tú crees. Deja de mentirte a ti mismo

No funcionó. El hombre era duro de verdad, lo puse a prueba una vez más:

– ¡Vamos! ¡Eres ya un anciano! Has hecho esto toda tu vida ¿y para qué? ¿De qué te ha servido? Nadie te acompaña en este tramo.

Un fuego abrumador, de un rojizo intenso tomó cuerpo en la mirada del decrépito. Un ímpetu astuto, sabio, capaz de liquidar a cualquiera. Entendí por qué no había nadie. Así debía ser, frente a frente, él y yo, solos como corresponde. Él sabía que yo iba a venir en ese momento, no sólo me estaba esperando, había preparado todo. A pesar de que le dolían hasta las raíces del cabello, se disponía a tomar el control de la situación, direccionando todas sus energías hacia la cuenta. Seguía contando pausadamente y, mientras unía cariñosamente los dígitos, lograba perforarme con la mirada. Por primera vez sentí respeto hacia un ser tan inferior.

– Ya es hora, amigo. Déjalo ya.

Estiré mi mano como acto de reconocimiento hacia él. Pero el hombre seguía contando pausadamente y liquidándome con la mirada. En cada pausa, en cada silencio, hablaba la voz de la experiencia. Contaba lento pero su corazón latía rápido, vigoroso, lleno de excitación. No iba a entregarse, no iba a bajar la guardia ni siquiera en el último hálito.

El hombre seguía contando con sus ojos clavados en los mío. Contaba con esfuerzo pero sin demostrarlo, contaba con ganas de llorar pero no vi asomarse una gota en sus lagrimales, contaba con voz clara pero yo sólo podía escuchar lo que sus ojos decían. Coronados por parpados entumecidos que deseaban cerrarse, sus ojos lo obligaban a hacer un esfuerzo extra en cada dígito para mantener la furia encendida. Cada número era certero; ahora contaba muy lento pero dejaba el alma en cada silaba, contaba pero sabía que ya era el momento. El hombre contaba pero dejó de contar. Y así como empezó, tímida y paulatinamente, se desvaneció delante de mí. Se escurrió la posibilidad de llevármelo. Se escapó de mis garras sin que pudiera hacer nada más que experimentar, por primera vez, la derrota.

No he podido arrancarle la vida a este hombre, no me ha dejado. He recorrido la Historia desde que el primero de ustedes se paró en dos pies. Conozco todas vuestras debilidades y sé por qué hacéis las cosas que hacéis. Me he llevado a todos y cada uno de los que osaron aparecer en este mundo mortal. Y sin embargo, no he podido tentar a este engendro para que trastabille, para que se entregue. Fue el único que pudo vencerme y por eso he venido hoy aquí a dar mi más sentido pésame.