Algo en los aeropuertos

December 2018 · 11 minute read

Hay algo en los aeropuertos que desafía los principios de la Física. Es extraño que la física se tome vacaciones, particularmente extraño en un lugar cuya actividad económica se centra en domar los aires, en controlar las fuerzas que permiten a gigantes metálicos transportar a seres humanos desde punto A hasta punto B. Aunque, visto de otro modo, si la Física fuera a tomarse vacaciones, asumo que habría algún aeropuerto involucrado. Es así de increíble pero real: hay algo en los aeropuertos.

Quizás sea la acumulación de gente en un estado particular, una mezcla de excitación púber, fastidio por las interminables conexiones que arruinaron el viaje, desesperación por alcanzar un avión que está cerrando sus puertas, las pocas horas de descanso en una cama inmóvil, o el jet lag. Quizás sea la mezcla de gente de diversas partes del mundo, conglomerados en un lugar que no pertenece a nadie y que está diseñado para hacerlos sentir lo más incómodos posible. Quizás sea el miedo a la muerte. Quizás la conjunción de fuerzas misteriosas confabule contra natura y domine el éter, aunque sea sólo capaz de hacerlo de manera limitada, en la vecindad más pequeña, dentro del territorio aeroportuario.

Hay gente linda en los areopuertos. No es que afuera no haya gente linda pero, adentro, la concentración de hermosura aumenta. Sí, es cierto que en los aeropuertos hay gente que tiene mucha plata y que se arregla para viajar. Y sí, es cierto que este narrador tiene debilidad por la ropa de marca que venden en los aeropuertos, un hecho condimentado de envidia que afecta la percepción de la realidad y hace más bonitos a los modelos que desfilan por los pasillos. Pero también es cierto que hay mucha gente que viaja en jogging y pantuflas. Hay que tener todas las cosas en su lugar para ostentar una belleza que da vuelta las cabezas y despierta suspiros acalorados en jogging y pantuflas. Y, sin embargo allí están, a diestra y siniestra, hombres y mujeres de rasgos delicados o rasposos, altos o petisos, jóvenes o mayores; padres, madres y bellezas exóticas. Hasta los niños son más bellos en los aeropuertos. Poseen una expresión expectante, de ojos bien abiertos, como tratando de descifrar de qué va todo esto a lo que llaman volar. Miran incrédulos, intentando entender por qué los aviones necesitan una casa tan grande.

Sí, los niños son más lindos en los aeropuertos. Pero la generalización es injusta. En primer lugar, los niños ajenos son los que ganan puntos de belleza, los propios siguen siendo ese objeto animado que inventa permanentemente modos de quitarnos el alma. No lo digo por experiencia, aún no tengo la desgracia de ser padre, me remito al testimonio oral de madres y padres despachantes de carritos, que llevan las manchas de leche con avena, chocolate y estornudos tatuadas en la ropa. De algún modo, logran acarrear consigo a las criaturitas por los vastos pastizales azulejados del aeropuerto. Qué bellos que se ven.

Sin embargo, no hay que confundir lo que ocurre en el aeropuerto con lo que ocurre adentro del avión. Una vez arriba, los niños se transforman nuevamente en unos seres insoportables a los que, muy a pesar de todos los presentes, se les continúa por mostrar indulgencia. No hay hermosura en una bola de moco aérea, gritando mientras se desplaza a mil kilómetros por hora sobre el Atlántico. No hay hermosura en la sonrisa diabólica del chiquillo que hace tres horas patea mi asiento, justo a la altura de los riñones, mientras intento escribir la nota sobre el partido entre Los Vencedores y Los Vencidos. Al menos yo puedo hacer Justicia con el asunto, aunque la única Justicia que pueda hacerle es la literaria.

Hay gente amargada en los aeropuertos. No es que afuera no haya gente amargada pero, adentro, la concentración de amargura aumenta. Es inconfundible en las caras de labios chatos y ceños fruncidos detrás de los libros y las computadoras. Las razones son variadas, aunque nunca falta el que lo hace por deporte o porque un pariente se murió durante las vacaciones. Los aeropuertos presentan un sinfín de recovecos en donde espera la amargura, para saltar cual tigre agazapado sobre la yugular. Los amargos alegan que un vuelo se atrasó, que el avión se movió mucho y que el gordo de al lado miró con desdén su foto del documento. Se quejan porque la chica de la cabina de migraciones selló el pasaporte en la única página libre, en vez de sobre los otros trescientos sellos que tiene la página anterior. Se indignan porque la gaseosa que les sirvieron en el bar previo al embarque estaba muy fría y pierden la compostura porque la valija con las chucherías que compraron en Timbuktú se coló en un avión que llevaba suministros a los geólogos de la Antártida. La gente que peor maneja la amargura corre, grita, y, entienda o no el idioma local, hace saber de su enfado al personal, que está tan habituado a la falta de respeto de los viajantes como al ruido de las turbinas.

Hay gente invisible en los aeropuertos. Son todos aquellos que van al aeropuerto a diario y no colectan ni una milla de viajero frecuente. Ellos no vuelan, trabajan al servicio de los pasajeros. A veces, son tan invisibles que deben llevar chaleco fluorescente por su propia seguridad. Hacen señas, atienden los mostradores, cargan el equipaje, manejan los vehículos que reponen combustible o transportan peso. Curiosamente, los negros y los latinos, comúnmente discriminados por poner en riesgo la seguridad de la gente del vecindario, son los encargados de mantener la seguridad en el aire. Observo cómo sufre aquel señor de impecable traje a rayas cuando debe ser sumiso. Hombre de negocios, que no suelta el teléfono ni en el migitorio, deja ahora su maraña de transacciones comerciales en pausa, y debe prestarle atención a las órdenes de un tercero. Encima, ese otro es negro. Se quita su bufanda de cashmir, su sobretodo negro aterciopelado y su cinturón con hevilla de oro. Deja sus zapatos marrones en la cinta transportadora y estira los brazos para ser revisado, negando la mirada o el saludo. El desprecio se huele desde los escáners hasta las puertas automáticas que dan salida al estacionamiento.

No soy el único que presencia la escena, la cola que se extiende frente a los puestos de seguridad es interminable. Toda esta gente acumulada y, sin embargo, prima la certeza de que toda interacción, todo diálgo, toda mirada, será la última que compartamos. Una chica está intentando tomarse una botella entera de agua, lo más rápido que puede antes de llegar al control. La chance de que encuentre miradas nuevamente con el chico que lleva un sombrero a cuadros es virtualmente nula. Ella lo sabe y no puede hacer nada más que seguir tomando líquido, aunque le convendría localizar el baño más cercano después de sortear los rayos X.

Quizás sea la certeza de que sólo miramos a la gente que vemos en los aeropuertos por unos instantes, unos únicos instantes, la que nos hace mirarla con más atención. Es una sensación extraña, como si estuviéramos obligados a capturar todos los detalles de ese otro ser humano en unas doscientas cincuenta milésimas de segundo, que son, más o menos, las únicas que podemos dedicarle. Parece mentira pero ocurre. Dentro de los aeropuertos tenemos una experiencia cuasi religiosa, un fervor por descifrar el mundo que nos rodea que pocas veces experimentamos. Observamos otro humano y automáticamente debemos conocer su escencia. Es, literalmente, ahora o nunca. Debemos deducir cómo es esa persona en lo cotidiano, como sería pasar el resto de nuestras vidas despertando a su lado. Tenemos pistas que nos ayudan en la tarea detectivesca: el sujeto lleva una gorra que dice “Knicks”, un reloj en la mano derecha y ha elejido de una bebida cola dietética.

Tarde. Es tarde para decidir, el sujeto se fue y no queda mayor rastro de él que un andar del cual no puede inferirse nada. La atención salta al siguiente objeto de estudio, una barrita de chocolate con avellanas, que no es un humano pero es la inyección de azúcar suficiente para lograr llegar hasta el embarque. Además, en estas condiciones, la ínfima capacidad de atención que poseo se encuentra aún más limitada. Deambulo con la memoria sobrecargada de información, el cuerpo inútil e indeciso, sobrepasado de sensaciones a las que un simple escritor de clase media, un mero mortal, encuentra imposible acostumbrarse. Es muy poco probable que vuelva a ver la misma gorra de los Knicks o incluso una imitación de ella portada por la imitación de la cabeza que la portaba hace unos instantes, mientras saboreaba el burbujeante refresco. Poco me importa ya, corto otro pedazo de chocolate y sigo adelante, mientras siento el crugir de los frutos secos.

Eventualmente, un grupo no menor de humanos se agolpa en una misma puerta. Una señora descubre a una colega de antaño, atrapada en un vestido de piel, dos lugares adelante en la fila que las lleva al avión. Y la decisión instantánea impera nuevamente, tiene que ser ahora, nadie sabe por qué. Pero esta vez es un poco distinta. Ella sabe perfectamente que aunque su colega fuera la única persona en el mundo con un riñón compatible, preferiría hacer diálisis. La señora tiene que decidir qué va a hacer al respecto de su encuentro, una vez en la cabina no habrá escapatoria. Se pregunta por qué su colega ostenta la riqueza de esa forma, con un vestido de piel. Se cuestiona su decisión en el pasado, esa de no haber aceptado la oferta de aquella multinacional que tanto prometía. Una promesa de cientos de vestidos de pieles. Se arrepiente, se desentiende del asunto para concentrarse en que su propia vida es mejor que cualquier ropero lleno de vestidos. Pero la duda la carcome, ella nunca se puso un vestido de piel, nunca quiso ponerse uno, hasta ahora. Reza para que, al subir, las separen un millón y medio de asientos, no sólo para evitar a su conocida, si no para evitar decidir. Daría un brazo por gozar de la ignorancia de hace tres minutos, le queman las ansias de volver al status quo.

En los aeropuertos, la calidad de comunicación verbal es, por ser optimista, pésima. Los que escuchan no quieren escuchar, quieren irse a su casa. Los que hablan no quieren hacerse entender, quieren que les resuelvan la vida ya. La gran mayoría no puede hacer ninguna de las dos y se resigna a los gestos. Los idiomas se deforman con la velocidad con la que las compañías se compran las unas a las otras. Me pregunto si el sindicato de pilotos tiene pensado un límite de idiomas que considera inadmisible o continuaremos sufriendo la traducción tercera de algo que fue escrito en fonética, con el objetivo de que sonara cercano al inglés.

Se venden muchas cosas en los aeropuertos. La lista la lideran, por razones de público conocimiento, el café, la comida chatarra, el chocolate suizo y el whiskey. Le siguen muy de cerca otros productos, como los paquetes de cigarrillos que se venden en cantidades industriales, esos que emanan dosis de nicotina durante todas las horas de abstinencia de manera mágica, sin encenderse. Los best sellers de consumo atragantado, que ayudan tanto a soportar la vigilia como a conciliar el sueño. Las remeras de oferta que sólo se usan para dormir, esas que dicen Boston, Milán, o Tokio, todas ellas hechas en China. Adaptadores para los distintas tomas eléctricas, porque es mucho más barato que ponernos de acuerdo en cómo nos gustan las patitas de nuestros enchufes.

Hay muchos productos que no se venden en los aeropuertos. Están esperando la muerte en todos esos locales vacíos, con un empleado sentado sobre un banquito, haciendo nada. Me pregunto si en la entrevista les explican que su trabajo no es vender sino mostrar presencia de la marca y hacer saber cuán exclusivo sería uno si pudiera pagar lo que piden por esas alpargatas de lagarto. Me pregunto si, al menos, los dejan quedarse con la pilcha que usan para trabajar. No importa cuan libres de impuestos estén, esta lista la integran las botellas de perfumes de dos litros, los trajes y corbatas impagables, los objetos exóticos de cuero que nunca querríamos que fueran de cuero, los rolex de mil diamantes y las computadoras bañadas en oro, entre otros.

Vuelo en conexión. Sí, es más barato y peor, resulta que los pájaros de acero comen oro líquido. Esperar, moverse, esperar. Despegue, película, aterrizaje. Leer y escribir. Entrar y salir. Repetir todo lo anterior. He cruzado miradas con unas dos mil personas en las últimas veinticuatro horas, no es que lleve la cuenta con exactitud. Las probabilidades son bajas, bajísimas, pero, incluso así, ocurre que la señora con la que compartí un avión semi-vacío por la mañana, y que me crucé en la escala corta entre Madrid y Nueva York, se encuentra por tercera vez en la aeronave que me lleva a destino. Ahora me saluda con la mirada en la fila 38 del avión, que se dirige en vuelo nocturno a Santiago de Chile. Entre miradas, me enteré de que tiene un nieto de mi edad, que se casa este fin de semana en Chile con una chilena. La nona no está dispuesta a dejar que una silla de ruedas se interponga con su voluntad de verlo caminar hacia el altar. Los auriculares resaltan por debajo de lo pocos pelos blancos que cubren su cabeza. Combate la trombosis con vino y películas de comedia. Eligió ravioles de ricota y, aunque el pollo relleno acompaño con risotto está exquisito, me muero de ganas de preguntarle cómo está su comida. Me apuro a terminar de escribir, a ver si logro regalarle algo para que lea y se entretenga en la combi que la llevará combatiendo el tráfico por costanera norte hasta el Hotel Galerías.