La gente se suicida en los hoteles

July 2021 · 11 minute read

Dentro de las miles de cosas que Simona había visto en los hoteles, el suicidio era una recurrente y no perdía lo excitante. La gente viene a los hoteles con muchos propósitos. Vienen a tener sexo del bueno, del malo, del salvaje, del rutinario, del ebrio o desprolijo. Los hombres de mal andar vienen a escapar de la ley, las mujeres golpeadas vienen a escaparse de los golpeadores. Los escritores vienen a encerrarse en silencio, entre paredes privadas, donde puedan entregarse libres a su arte. Las familias vienen a descansar porque se convencieron de que hacer un viaje de carretera los haría felices. Los hombres de negocios no vienen a los hoteles en donde trabaja Simona, pero según le contaron, los hombres de negocios van a los hoteles a encargarse de pactar acuerdos turbios.

El día de Simona comienza temprano en el tren, seguido de un bus que la deja del otro lado del puente que cruza la autopista. Simona disfruta la caminata mientras observa los autos pasando por debajo y el sol asomando en el horizonte. Se pregunta qué nuevos desafíos tendrá el día y se siente agradecida por recibir tanto material para narrar. El crisol de huéspedes deja su huella en las habitaciones. Simona encuentra cuartos repletos de preservativos por usar, usados en el cesto de basura o dispersos por el piso; parejas contentas, parejas tristes y aquellas que no saben quienes son ni con quién están. Simona cambia bolsas de basura con gazas ensangrentadas y desinfectante. Provee hielo envuelto en repasador. Recibe quejas sobre cafeteras completamente quemadas por el uso exhaustivo, vital para las novelas bien escritas. Encuentra pañales, restos de comida, pintadas de crayones en las paredes y piezas de rompecabezas perdidas debajo de la cama. De cuando en cuando, un cuerpo sin vida le alegra el día.

Simona está contenta porque los violadores ya no son bienvenidos en los hoteles. Nunca se sintió atemorizada por ellos, pero duerme más tranquila sabiendo que su lugar de trabajo no es refugio de esas ratas de alcantarilla. Tampoco son bienvenidos los hombres del narcotráfico, aunque nunca se puede saber con certeza. En especial, con las drogas nuevas, los chicos consumen pastillas que no dejan rastro ni generan la violencia de antaño. A menos que dejen una nota, Simona no cuenta las muertes por sobredosis en la tabla general de suicidios. Y, en general, son los suicidios más aburridos.

La primera vez que Simona encontró un cadáver fue en una tarde calurosa de verano. Al abrir la pieza, encontró al cuerpo con la cabeza mutilada, descansando para siempre en la cama. Una mancha de casi medio metro en el respaldo de la cama terminaba de decorar el paisaje. Simona pensó en que una sandía explotando habría hecho menos lío. El arma que facilitó la muerte era una escopeta de caño doble que reposaba a la derecha del difunto. La nota era breve, Díganle a mi madre que me perdone. A pesar del calor, la sangre no había tenido tiempo de descomponerse, conservaba el olor metálico que precede a la podredumbre y la inmundicia.

Sin embargo, a Simona no le tembló el pulso, con tranquilidad recorrió el cuarto en busca de otro cuerpo, evitó tocar las cosas y se dirigió a la recepción, para comunicarse con el dueño del hotel. La policía nunca es la primera opción, la policía complica las cosas y se lleva el dinero de los hoteles. Simona recuerda las sirenas de aquél día como si fuera hoy. También recuerda cómo se llevaron a las chicas que trabajan con su cuerpo en las habitaciones del primer piso, que son encontradas sin investigación alguna, debido a que los propios oficiales de policía son clientes recurrentes. Las redadas en el primer piso son operativos para bajar los precios, que únicamente ocurren cuando la policía se apersona uniformada en los hoteles. Los oficiales hacen el acto teatral de desalojar las oficinas de las chicas a la vista de todos, por el bien común.

A Simona la domina la curiosidad, siempre quiere saber el motivo del suicidio, siempre pregunta por qué. De alguna forma u otra, los que viajan desean comunicar sus razones. Simona no los juzga, los siente. Si bien no simpatiza, empatiza. Intenta descifrar algo en la naturaleza humana que, cada tanto, logra vencerse a sí misma y nos empuja al abismo. Si hay algo que le molesta, es que los difuntos encierren sus confesiones en sobre sellado. Ella nunca podría faltar el respeto e invadir la privacidad de un difunto, pero la curiosidad la carcome por dentro. Llama a las familias inmediatamente, les cuenta que tiene la última confesión, más de una vez en contra de la ley, y las interroga cual sabueso. Por alguna razón, los seres cercanos se sienten en deuda y abren sus corazones para que Simona pueda satisfacer su sed. Esta estrategia le ha permitido tener acceso a la mayoría de las cartas y hacerse de anécdotas extra, no incluidas en el material original.

Los suicidas encuentran una enormidad de razones para cometer su acto. Amores no correspondidos, amores correspondidos, falta de suerte en el juego, adicción a una o más sustancias, adicción a las adicciones, enfermedad, traición, frustración, impotencia, miedo, pérdida del rumbo, incompetencia y dinero. El amor y el dinero aparecen virtualmente en la totalidad de las cartas. Simona piensa que si el ser humano es capaz de quitarse la vida por amor o por dinero, entonces éstas son las cosas que se valoran más que la vida misma. Según las exhaustivas investigaciones que realiza, ha llegado a la conclusión de que se sufre por amor más que por dinero, pero se muere más rápido por falta de dinero que por falta de amor.

Los ahogados en deudas son moneda corriente en el hotel donde trabaja Simona. Es prácticamente irrelevante diferenciarlos en la causa que lleva a estos individuos a endeudarse hasta la muerte. Si bien es cierto que si pudieran pagar o refinanciarse aún estarían entre nosotros, es importante mencionar que las deudas que matan no vienen solas. Las deudas que matan vienen en combinación con un familiar que perdió su vida después de un largo y costoso tratamiento médico; o con una empresa quebrada, que dejó varias decenas de personas en la calle. Las deudas que matan traen consigo un pasado del que no se puede escapar, que se acerca a toda velocidad y con los dientes afilados, trayendo consigo un grupo de malas decisiones, tomadas en compañía de gente que no tiene nuestros mejores intereses en la mira, gente inapropiada.

La importancia del dinero radica en lograr ponerle un número, acertado o no, a un intangible como el futuro de cientos de personas que dependen de nosotros. Lo que nos ahoga no es el dinero, es la responsabilidad. Lo que nos ahoga es el remordimiento de haber fallado en aliviar el sufrimiento o extender la vida de otro, incluso cuando hemos hipotecado la nuestra en pos de perseguir ese objetivo. Lo que nos ahoga es la certeza de haber perdido la batalla por recuperar nuestro libre albedrío, nos sabemos esclavos de algo o alguien, desviados de nuestra forma primaria, degradados, convertidos en la sombra de un ser humano. No hay monto que pueda comprar la soberanía de un individuo, no se ha inventado el billete que pueda pagarla. Pero la gente que se suicida en los hoteles no charló con Simona lo suficiente para enterarse.

Los suicidas que dejan su rastro de sangre son de lo más inconveniente. En esta categoría entran el rutinario tiro en la cabeza, el pecho o la boca. Curiosamente, la inmensa mayoría en esta categoría son hombres. Simona cree que estos hombres son poco considerados. Eligen un método rápido pero en perjuicio de los terceros que tienen que lidiar con su decisión. Un disparo, aunque sea proveniente de un arma de bajo calibre, es ruidoso. Los huéspedes se asustan, hay que dar explicaciones, llamar a la ambulancia y, eventualmente, lidiar con la policía. Un tiro crea un charco de sangre y conlleva esfuerzo limpiar una vez que se seca. También están los que se cortan las venas y se arrastran por la habitación. Mientras limpia los rastros con lavandina, Simona piensa que se arrastran en arrepentimiento, que un último instinto de supervivencia los sobreviene, pero ya es demasiado tarde. Si ella tuviera que elegir un método, no sería ninguno de éstos. Simona se pregunta por qué, después de tanta sangre, su hotel no habrá retirado aún las alfombras de las habitaciones. Quizás tenga que ver con la avaricia del dueño, que únicamente está concentrado en hacer rendir el capital que invirtió en el emprendimiento.

Los ahorcados abundan en los hoteles. Simona se maravilla de la creatividad del suicida que se cuelga del cuello. Sogas, corbatas, sábanas y hasta trenzas hechas con tanza. Las habitaciones con ventilador de techo son las más codiciadas, pero han habido casos en los roperos. Sorprendentemente, hay gente que ha logrado colgar ganchos que los soporten del techo sin hacer agujero alguno, los pegamentos han evolucionado en las últimas décadas. El ahorcado más famoso sí hizo agujeros en el techo. Utilizó un sistema de poleas desde el comienzo de la cama, donde un hombre de un metro ochenta hace pie, hacia el final de la habitación. Un contrapeso le proporcionó el impulso que necesitaba para ser acarreado hasta la muerte. Simona cree que el hombre encontró el coraje en la racionalización, un sistema de seguros que le impidiera la marcha atrás y le rompiera el cuello antes de dejarlo sin aire. Ingeniero, no podía ser de otra forma. La habitación es ahora la oficina del único hombre que alquila su cuerpo en el hotel, que modificó levemente el sistema y lo utiliza para las clientas que fantasean con ser amarradas.

Algunos hoteles tienen convenios con hospitales y aprovechan clientes que vienen a realizar tratamientos desde otras partes del país. El hotel donde trabaja Simona recibe cierto afluente de pacientes oncológicos. Para más de uno, el suicido y la quimioterapia son sinónimos. Simona los encuentra colapsados, abatidos por la tarea sobrehumana, buscando un refugio en el descanso. Las cartas de estos pacientes son escuetas, normalmente ya se encargaron de comunicarse durante los meses del tratamiento, cerraron pendientes, se amigaron con sus parientes y dejaron de comer chocolate. Los menos afortunados reciben el pulgar abajo del médico y optan por acelerar el proceso, aliviar el dolor. Si bien los enfermos usan una combinación diversa de métodos para acabar con su vida, Simona los agrupa porque el móvil es el mismo: agotamiento.

Los suicidas más premeditados son completamente anónimos. Ellos se registran utilizando nombres y tarjetas falsas, hablan poco con el personal de los hoteles, eligen un método discreto y no dejan rastro alguno de su verdadera identidad. Simona los encuentra en la cama, rígidos después del sueño barbitúrico más profundo. Debido a que suelen utilizar los carteles para prevenir disturbios en las habitaciones, pueden pasar varios días hasta que alguien entra, ya sea para limpiar o para cobrarles las noches extra. En el verano, el olor a descomposición alerta antes que la codicia del dueño. Simona sospecha que son doctores, químicos o gente de ciencia, que posee tanto el conocimiento como el acceso a la llamada muerte digna. Se pregunta si alguien que conoce tanto del mundo real se aburre y decide ver qué hay del otro lado. Se pregunta si alguien que conoce tanto del mundo real pierde la cordura ante tanta injusticia y se rinde ante la impotencia generada por la estasis del sistema. Simona los llama los NN y son los suicidas que menos le gustan.

Los suicidios notables son aquellos que brillan por ciertos rasgos distintivos, ya sea por creatividad en el método, la narrativa detrás de las nunca suficientes justificaciones, o la relación de cercanía con el difunto. Por ejemplo, un hombre de la construcción, de mediana edad, que estuvo viviendo por un tiempo en una de las habitaciones fue encontrado en la bañadera. A Simona la llamaron para ayudar con la limpieza porque el difunto dejó un escándalo de sangre. Simona no pudo enojarse ante la ardua tarea, fregó los sesos y la sangre coagulada con una lágrima cayendo por la mejilla derecha. El hombre era amable, siempre la saludaba con cortesía. Con el tiempo, ella había entretenido cierto vínculo. Después de todo, un cliente que pasa tanto tiempo en el hotel es único. La mayoría de los huéspedes sólo están presentes por unas pocas noches y, en general, los fines de semana. Además, este hombre explícitamente pidió perdón en su carta por las condiciones en las que dejó el baño. Lo de siempre, mal de amores, una tal Emilie.

Simona narra, transmite sus historias de manera oral, de generación en generación. Los ojos se le llenan de vida y logra describir hasta el más mínimo detalle. Inventa, parafrasea y rellena la realidad con valores que la mejoran, la hacen más interesante. Sus hijos y vecinos fueron los primeros en oír los menesteres de los hoteles. Pero las historias se renuevan, los vecinos se mueren y la familia se expande. Mi padre gozó de la segunda generación de relatos, que agregaba a los clásicos de siempre nuevas secciones especialemente sangrientas. Una madre omite cierto vocabulario frente a sus hijos, pero una abuela puede darse el lujo de asustar a sus nietos como corresponde. Desde que era chica me costó creer que las historias eran verdad, pero con los años las encuentro más reales y terroríficas, puedo oler los muertos, ver los cuerpos colgantes, sentir la transición de textura en las alfombras cuando la sangre se seca. Conozco los rincones de los distintos hoteles mejor que mi casa, sin haberlos pisado nunca. Simona está grande y sólo va a trabajar en la mañana, una costumbre que sólo le arrancarán con el último respiro.