La cuenta regresiva

July 2020 · 3 minute read

Diez. Me desprendo de mis miedos, mis dudas, mis inseguridades. Me desprendo de las preguntas que heredé de todas las generaciones anteriores y que nunca jamás podré contestar. Me desnudo, me acepto como soy, frágil. Apago el subtítulo que el narrador de mi propia historia va proyectando en mi retina y susurrando en mis oídos. De donde vengo, poco sirve la realidad subtitulada. A donde voy no me va a hacer falta.

Nueve. Respiro hondo, necesito tomar impulso para el próximo minuto. Va a hacer el último minuto y el disfrute comienza ahora. Exhalo.

Ocho. Me voy de viaje. Me voy de viaje a saludarme a mí mismo, A encontrarme con ese chico que intenta patear la pelota entre los dos postes, tratando de hacerle un gol olímpico a la vida antes de que se vaya el autobús de la escuela. Me encuentro por primera vez mirándome en el espejo, con una gillette en la mano derecha y una cantidad de espuma innecesaria en la izquierda. Huele bien, pero no me va a hacer falta tanta espuma para tan poco bigote. Me veo llorar ante la frustración. Solo. Sentado en un rincón con las luces apagadas. Ya no sé por qué lloraba. Es un buen momento para contarme que el sufrimiento tiene fin y no dejará recuerdo. Me encuentro equivocado, enfurecido, desesperado. Me perdono. No hay otra cosa que subtitular. Me perdono. Me encuentro sentado mirando a una quebrada. Los colores de los cerros son alucinantes y el aire frío y limpio me llena como pocas cosas me han llenado. ¿Y si me quedo a vivir acá? Me dejo con esa incertidumbre, porque otro yo me llama, contando los escalones finales del Huayna Picchu. Después de tres horas de una subida que empezó a las cuatro de la mañana, entre la bruma que se despeja, un desayuno de celebración se acerca.

Siete. Vienen los olores. Jabón para la ropa. Nafta. Perfume. Esencia de vainilla. Ralladura de limón. Ajo. Pan calentito. Manteca derretida.

Seis. Me está dando un poco de hambre. Saboreo las recetas. Ravioles con salsa scarparo, si no tenés, tuco y pesto me alcanza. No puedo dar más que un mordisco. Una fugazzeta rellena, mirá cómo le chorrea el queso y el aceite. Unas empanadas de carne, fritas, claro que sí. Un flan con dulce de leche. Una pasta frola. Un tecito digestivo, por qué no. Si trae un lemon pie, le hago lugar.

Cinco. Una última partida de ajedrez. La verdadera, de memoria, aunque sea mate pastor en mi contra, lo que importa es la madera. El tac tac tac.

Cuatro. Sin repetir y sin soplar, las caras de toda la gente que me crucé en mi vida, comprimidas en una secuencia de velocidad infinita, comprimidas en una única cara. La Humanidad. Gracias por tanto, y perdón por tan poco.

Tres. Tomo a mi mujer de la mano y ella ya sabe que la voy a hacer girar. Una, dos, tres veces al compás imaginario de la música que no suena. La atajo en clave y así, sin avisar ni pedir permiso, nos vamos a una volcada. ¿Un beso? También.

Dos. Miro a mi mujer a los ojos una vez más. Ella sabe. Y yo sé que sabe. Necesito decirlo una vez más pero no me va a alcanzar el tiempo. Sus ojos me callan, no hace falta que se lo diga, ella sabe. Sonríe.

Uno. Mi mujer se acomoda conmigo en la cama. Tengo un hueco entre el pectoral izquierdo y mi hombro. Su cabeza encaja perfecto en ese sitio, como todas las noches. Agradezco estos últimos segundos a su lado. Cierro los ojos.

Es hora de dormir.