La Abuela

July 2020 · 3 minute read

Mi abuela era más mala que el lobo de Caperucita. Nadie debería hablar mal de su familia y sé que voy a ir al infierno por contar esta historia. Pero a cada uno le toca una historia y a mí me tocó la de mi abuela Lucrecia, que hasta nombre de mala persona tenía.

Volví a Pueblo Quieto después de 27 años de ausencia. Al llegar, pregunté por indicaciones para ir hacia la casa de mi difunta abuela en el único sitio abierto, un almacén. Las palabras Lucrecia Gutiérrez produjeron una reacción espontánea en el almacenero y su hija, tres veces se persignaron.

Cuando mi abuela se murió, el pueblo no hizo una fiesta. No, ahora el fantasma de Lucrecia Gutierrez andaba rondando y no había razón alguna para festejar o sitio donde esconderse de la maldad de aquella mujer.

Durante la primera semana, me dediqué a desempolvar cuanto armario había por los rincones de la casa, a abrir cajones y viejas latas de galletas. Así fue que encontré una cantidad no menor de dientes de leche, que mi abuela guardaba en distintos contenedores, organizados por año y en orden alfabético, según el apellido del dueño.

Todavía recuerdo la primera vez que tuve un diente flojo. Mi abuela me convenció de que me iba ayudar a solucionar el problema. Con una piola de esas de algodón, que se usan para atar los pedidos en la pizzería, hizo tres vueltas alrededor de mi diente y dos nuditos en un extremo. El otro extremo lo tenía ella en la mano. Lista? Me preguntó. Y, antes de poder decir nada, vi volar mi diente por los aires hasta su mano.

En su momento no me di cuenta. Pero la práctica necesaria para atajar el diente de leche de una nena de 5 años, con la mano inhábil, indica qué mi abuela había repetido la tarea al menos unas 200 veces. Mientras yo buscaba algo para limpiarme la sangre de la boca, Lucrecia fue hacia su escritorio, para anotar los datos del evento.

No quiero decir la cantidad exacta que encontré, pero 200 debe haber sido el precalentamiento. Basta decir que encontré todos y cada uno de mis dientes de leche, incluso los que se me cayeron solos después de abandonar Pueblo Quieto. Estaban todos guardados, junto con los otros tantos que Lucrecia fue recolectando en el pueblo. Dudo. ¿Debería contactar a sus legítimos dueños?

Mi abuela Lucrecia detestaba los cumpleaños pero, como ella era la dueña de la casa más grande, todas las fiestas se organizaban allí. La venganza de mi abuela no se hacía esperar. Hormigas en la torta, baños tapados, aspersores de riego encendidos en el momento de soplar las velitas. Todo lo que estuviera a su alcance para arruinar la felicidad del agasajado y los demás presentes.

Nunca me quedó claro de dónde venía la fortuna de mi abuela. Pero las fotos de ella, su difunto marido y algunos de los personajes nefastos de público conocimiento me dan ideas que prefiero no explorar. Su difunto marido no es mi abuelo, pero esa es una historia para otro día. Todos sonríen. Son bastantes las fotos, de distintos años. Décadas, diría. Me imagino sus encuentros como si se juntara la Liga de la Injusticia. El motivo de cada Reunión Plenaria debe haber sido planear los próximos 70 capítulos de destrucción organizada. Me da escalofríos.

Pero en parte porque soy curiosa y en otra parte porque me arde la hipocresía de hacer usufructo de su casa, me pregunto. ¿Sabían mi abuela y sus secuaces que ellos eran los malos de la película? ¿Acaso lo sabe algún Villano? Y, ahora que estoy sola en Pueblo Quieto, con su fantasma a rienda suelta ¿Quién podrá ayudarme?