Impacto

July 2020 · 3 minute read

Antes de generar el impulso para clavar los frenos, el cerebro de Roberto tuvo tiempo para una pregunta. ¿Por qué a mí? La frenada era inútil, cualquier conductor lo sabría, mucho más uno profesional, al volante de unos 15743 kg que se dirigían a velocidad crucero por Costanera Norte, hacia Ciudad Universitaria. Nadie se pregunta por qué no a mí. Los humanos tienen la hermosa tendencia de pensarse especiales, se consideran inmunes a lo que le pasa a todo el mundo. Roberto era un humano común y corriente, vulnerable.

También era común que el 37 se llevara gente de frente, o de costado, a cualquier velocidad. Le había pasado a Santoro, que venía de gira y cabeceó en un mal momento. Se llevó a una vieja a la altura de congreso a primera hora de la mañana. Le había pasado a Gutiérrez, que pescó al suicida de la década. El tipo se tiró del puente del rulo de Lugones. Dicen que quería morir mirando la cancha de River. Le había pasado a choferes con muchas menos horas que a él, y seguirá pasando mientras existan viejas, suicidas, el 37 y la mala leche.

A pesar de que el tiempo se licuó y empezó a transcurrir en cámara lenta, a Roberto no se le vinieron esos pensamientos en la cabeza. Por el espejo, vio de reojo al convertible cambiarse violentamente de carril y tirar una rebaja para pasar a un 160 que iba destino a Lanús. Vio la reacción en cadena de frenadas y volanteadas varias, que avanzó mucho más rápido que lo que venía él por la vía contraria. Lo que no vió fue a un pibe que salió maniobrando detrás de una Traffic, en bicicleta. ¿Quién va en bicicleta por la mano izquierda de Costanera? Cuando Roberto identificó el peligro, era demasiado tarde.

El tiempo licuado le ofreció una imagen surreal en el retrovisor. Un gordo lindo que comía Melba en la fila 3 quedó estático pero con los ojos clavados en la galleta que salió disparada tras la frenada. Si pudiera poner 500 pesos al gordo, Roberto hubiera apostado sin dudar que estiraba la lengua cual camaleón y pescaba la galleta. Un poco más atrás del gordo había una piba a punto de perder completamente la vertical. ¿Por qué en el siglo XXI siguen pidiendo maquetas de cartón en la facultad de Arquitectura? La atención se le fue a la cara del pibe de la bici, que abrió los ojos como dos huevos fritos.

Era un poco más grande que el hijo menor de Roberto, llevaba una remera negra y unos pantalones cortos rosa fosforescente. Tenía un bigote bien cuidado y rulos que serían la envidia de cualquier propaganda de shampoo. Quizás era para cuidar esos rulos que no llevaba casco. Quedó petrificado en la bici, sin pedalear, pero sin capacidad de maniobra. En realidad, de poco le hubiera servido mover el manubrio o frenar, la Muerte andaba reclutando esa tarde y él se había comprado todos los números.

¿Cinco años le darían? ¿Homicidio culposo? ¿Y qué culpa tenía él de que un fanfarrón en un convertible llevaba apuro? ¿Qué culpa tenía el pobre pibe? ¿Diez años? ¿Cuánto pediría él para el chofer de un colectivo que se llevara puesto a su hijo menor en Costanera Norte, a 65 km/h y con al menos 65 pasajeros a bordo?

Impacto.