El ritual

July 2020 · 4 minute read

El gato nos levanta a las 5:50. Ella le da de comer para que se calme. Yo puteo brevemente. Ella hace yoga, yo intento despertarme. Consumo basura en forma de las noticias del día anterior. El mundo es una fuente interminable de mierda y desprecio por el otro, que yo utilizo para nutrirme. Mis personajes, mi trabajo, nunca podrían soportar un mundo pacífico en donde las cosas funcionan.

Ella se ducha y yo tiro una moneda. Si sale cara me meto en la ducha para hacerle el amor. Alguno de los dos prepara el desayuno, el café es un vínculo sagrado. El primero con mi mujer, el segundo para poder escribir.

Una novela tiene unas noventa mil palabras y se escribe tres veces. La edición es normalmente más rápida que la escritura, pero es cuando más tiembla el pulso. Doscientas veintisiete mil palabras suena como un montón, pero la rutina las transforma en tres bloques de cuarenta y cinco días en los que escribo dos mil palabras. Nunca me levanto de la silla antes de poner mis dos mil palabras.

Mientras escribo, ella escucha clases a distancia porque quiere salvar el mundo. El ruido de la clase me perturba la escritura pero, cada tanto, alguna que otra idea me robo, de profesor a villano hay dos párrafos y medio.

La tarde es libre, como la vida misma, para vivirla. No hay forma de escribir sin vivir y no hay razón para leer si los escritores no tienen vida que contarnos. El café de las tardes lo tomo afuera, después de caminar por el parque. El dueño del bar me cuenta el sacrificio de las doce horas diarias. Se esfuerza en el relato como si no nos conociéramos, lo narra con tanto lujo de detalle como el primer día. Siempre me pregunto cómo sería escribir doce horas, todos los días, pero desisto ante la fatiga. No hay imaginación infalible que produzca sesenta horas de contenido, ni hay falanges que resistan la batalla contra el teclado. Más aún, no hay quien quiera leerme tanto.

Pero este ritual que hemos cultivado desde que Erica se mudó conmigo y desde que tenemos un gato y desde que me pagan por poner noventa mil palabras entre dos tapas de cartón, se ha roto. Y la velocidad del cambio expone heridas profundas que ni sabía que tenía.

Todo empezó con el invento este de cambiar el horario. El gato, que debe tener su propio ritual, ha demostrado capacidad nula para adaptarse, o quizás una perseverancia envidiable. Lo importante es que nos levanta una hora más temprano. La guerra prolongada entre Colombia, Venezuela y Brasil ha desvirtuado el suministro de café a escala global, con precios nunca antes vistos. La falta de café y el sueño son tolerables, aunque todo ocurre más lento a la mañana. He dejado de leer las noticias, el estrés no es manejable sin cafeína. Ahora miro por la ventana hasta que Erica deja de hacer yoga y se va a duchar. Hace al menos dos semanas que sale ceca todos los días.

Erica finalmente consiguió un trabajo nuevo, donde puede poner en práctica todo lo aprendido y mucho de lo que nos prometimos en la Facultad. Yo intento escribir, pero el silencio me lo impide. He intentado poner videos de fondo pero no ha resultado. Mi mente está vacía, ausente, o llena de preguntas. Me hago preguntas que no puedo responder. Las dos mil palabras diarias están costando cada vez más. Las tardes dejaron de ser libres, se han convertido en un ir y venir por el comedor, tratando de pescar inspiración en los rincones.

Al final de cuentas, elegí dos mil porque la cuenta da más o menos redonda, es un número arbitrario. Pero este número que me aprisiona, que relega mi existencia a la de un ser atornillado a la silla y con continuos dolores crónicos por la postura, es sólo un número inventado. Soy yo el que eligió el látigo con el que me castigo y elegí castigarme de manera diaria. ¿Qué es lo que ve Erica en las noticias, que le hace pensar que cambiar el mundo es factible? ¿Acaso no le parece que no vamos a poder hacer otra cosa que ser un fracaso como especie, un hazmerreír cósmico? ¿Qué lo que veía yo? ¿Y cuándo dejé de verlo?

Setecientas veinticinco palabras y sigo sin entenderlo. Y las dos mil me miran desde lejos, ante un problema que no voy a poder resolver, porque este nudo que inventé en mi historia no tiene héroe que lo solucione, tiene un renegado que ha decido dar vuelta la mesa a mitad de camino y dedicarse a otra cosa. A partir del momento en que termine de escribir esta declaración, mi ritual de escritura se habrá roto para siempre y no volveré a intentar reconstruirlo ni escribir afuera del ritual.

No, habrá metamorfosis. ¿Y después? No lo sé, ni puedo contarlo, ese es el trabajo de otro, otro que haya podido mantener el ritual.