El chico de la tapa

July 2020 · 3 minute read

El Estadio Azteca vibraba ante un sol radiante. En millones de casas, la radio se ubicaba encima de una televisión muda, para acompañar el partido de un relato digno. Los pantaloncitos cortos mantenían al público femenino intensamente concentrado en el movimiento de piernas. Cinco minutos del segundo tiempo. El cero en el marcador mantenía la tensión intacta, el mundo expectante. El choque entre estos dos equipos traía a revolver mucho más que la cuestión futbolística. Quién pasa de ronda en una eliminatoria es menor, quién arrebata un trago de gloria es infinito. Y cuando el fin es la gloria, el fin es ganar a como dé lugar.

El equipo de azul tiene la pelota en ofensiva. Un delantero petiso, de rulos, avanza a velocidad por el centro del campo. Llegando al borde del área, un cúmulo de defensores blancos intenta frustrar su arremetida. El delantero intenta conectar con un compañero a su derecha. La pelota encuentra a otra camiseta azul mal perfilada, que parece ahogar el ataque en un mal control de balón con pierna izquierda.

Sin embargo, aquellos que creen en el Destino dirán que no podría haber sido de otra forma. Dirán que el delantero no estaba mal perfilado, que estaba perfectamente perfilado. Dirán que no fue un rebote, que su control fue perfecto. Los evangélicos del Destino y la Mitología deformarán la realidad, o peor, harán lo que hacen siempre, intentar justificarla.

Un defensor de blanco, un tanto torpe, intenta despejar el balón que rebota tras el control perfecto del delantero azul perfectamente perfilado. Cuando un defensor se enfrenta a una volea sencilla, se espera un despeje limpio hacia mitad del campo. Una jugada con poco que remarcar, otro indicio de que el fútbol es demasiado aburrido. Pero no fue el caso, de todos los efectos que podría haber tomado la pelota, ocurrió el más trascendente. Un chanfle extraño puso al balón con rumbo a portería blanca.

El petiso, que por conservación del movimiento nunca dejó de correr hacia adelante, se encontró con una asistencia irrepetible. En completo aislamiento, siguió corriendo mientras observaba la trayectoria curvarse hacia abajo. El arquero del equipo blanco, que vestía de gris y soportaba un sol pleno en manga larga, salió desesperado al encuentro para rechazar el balón y alejar el peligro con sus puños. El petiso, que seguía corriendo con un ojo pegado a la pelota y otro advirtiendo la salida del arquero, hizo los cálculos rápidamente.

Con la cabeza no iba a poder ser, no iba a llegar antes que el arquero. El fin era la gloria, a como dé lugar. Debía arriesgar. Mientras los flashes estallaban en todo el Estadio Azteca y todos los comentadores gastaban prematuramente los elogios del diccionario, los jugadores del equipo blanco reclamaban el claro manotazo ante un árbitro ciego y sordomudo.

El petiso, que ya había obtenido complicidad del línea, siguió su carrera habitual hacia el festejo, acompañado tímidamente por los integrantes del equipo azul que se unían a la farsa.

Lo que pasó después es historia.